Recién había cumplido 18, y mi servicio social lo hacía en una subdivisión de la UNAM, División de Educación Continua, se llamaba.
En ese lugar se impartían seminarios y posgrados. Era yo una de las edecanes y el contacto a diario con las personas que asistían a esos cursos era inevitable. Él tenía 42 años, apuesto y con una posición económica que deslumbraba. Divorciado y con hijos.
Empezó el cruce de miradas, las sonrisas, los detalles.
Las flores en mi mesa que dejaba para que yo las encontrará al llegar, los mensajes...
No fue difícil "enamorarme" de él. Diría yo que bastante fácil, era el sueño de cualquier mujer, decían. Y yo muy joven para no pensar diferente.
Después de un par de meses de noviazgo, nos fuimos a vivir juntos, a pesar de la negativa de mis padres.
Al principio todo era miel sobre hojuelas. Qué afortunada me sentía, se había fijado en mi, pensaba.
Dos meses después vino la primer señal. Era ya de madrugada cuando llegó, y al parecer había tomado. Yo estaba molesta así que me fui a dormir a la otra habitación, dejando detrás de mi un portazo.
Después de unos minutos escuché el ruido de las cosas estrellándose tras esa puerta, me asomé y lo vi a él lanzando lo que tenía a su alcance, bastante ebrio en realidad.
Estaba asustada y traté de tranquilizarlo. Así que lo convencí de que fuéramos a dormir.
Intentaba yo hacerlo cuando sentí sus manos sobre mi cuerpo, quise detenerlo, salir de ahí enseguida, pero tomándome del brazo me dejó claro que cualquier intento por zafarme sería en vano. Volver a sentir eso, me paralizó. Algo en mi interior se encendió, como en aquella tarde de mi infancia en la que no pude siquiera gritar.
Y ahora el hombre que me "amaba" actuaba de tal forma que no pude evitar revivir aquel momento.
Estaba aterrorizada, los minutos se hacían interminables y la decisión de vivir con ese hombre empezaba a doblarme.
Al día siguiente quise confrontarlo, y lo hice. Tuve que decirle lo que había ocurrido y se mostró sumamente apenado. Él dice que no recordaba nada y quise por un momento que mostrara un poco de esa violencia que había mostrado la noche anterior, para poder tomar la decisión de terminar con una relación que tan sólo se nos había instalado.
En su lugar recibí llanto y una enorme culpa de un hombre que se revolcaba en arrepentimiento.
No me fui. Seguí a su lado, convencida entonces del error que había cometido. Pero la promesa de ese hombre hermoso de que no volvería suceder y el ver nuevamente a ese hombre bueno, cariñoso y sobrio me hizo olvidar al monstruo en el que se convertía con el alcohol.
Pero volvió a pasar, y yo no estaba preparada para ese escenario.
Ésta vez no hubo manera de escapar. No hubo forma de hacerlo entrar en razón, ni de darle por su lado, ni de obviar la situación, ni siquiera apelando al amor logré mitigar esa otra forma de ser.
Entonces supe con una certeza torera de que ya no estaba enamorada.
El asco, el miedo y la desesperación predominaban por encima de todo.
Supe que todo estaba roto, principalmente yo.
Al siguiente día me enfrentaba yo con su mente vacía, con su falta de recuerdos, con una puta página en blanco en esa historia.
Sin embargo él sabía que algo había sucedido. Y a ese dolor yo ya le había descubierto el nombre. Dicen que cuando le pones nombre a algo ya no puedes ignorarlo.
Violencia.
Y ese hombre que decía amarme como nunca antes, había derribado el único muro que me sostenía.
Parado ahí frente a mi, avergonzado hasta el llanto descubría el horror por el que pasé gracias a mis gritos y mi rostro deformado.
Él no era él, y por eso era tan difícil y frustrante enfrentarlo.
Ésta vez si me fui. Terminé con esa relación como quién decide cambiar de canción.
Él intentó varias veces de encontrarme, y la única vez que lo consiguió comprobé que no sentía por él más que repulsión.
Regresé a casa de mis padres sin decirles la razón, pero acompañada de una profunda decepción y un cansancio que probablemente nunca se ha ido del todo.
Ahora tocaba recuperarme, hacer pausas cada cuando para comprobar que seguía yo ahí. Dolida pero ahí, disminuída pero ahí.
Y me llevó mucho tiempo asimilar la experiencia, hasta que un día la acepté como quien acepta a un perro herido que vuelve una y otra vez hasta nuestra puerta. Y cuando era testigo de cualquier indicio de violencia, palidecía. Como estoy segura que palidecerían muchas al conocer mi historia.
Conocí a una chica hace tiempo por este medio, nos hicimos amigas, empezamos a tener comunicación a diario y la confianza para contarnos ciertas cosas. Se sorprendió muchísimo cuando supo de esto, y a mi me pareció tan extraña su sorpresa. Pareciera que fuese yo la única que ha sufrido cierto tipo de violencia, cuando este mundo está repleto de ella. Las mujeres tenemos la costumbre de vernos en otras mujeres, porque hacerlo nos posiciona en algún sitio, porque compararnos nos hace sentir "únicas", y eso alimenta nuestro ego.
Pero las mujeres que hemos sufrido violencia, tenemos la capacidad de hacer todo eso a un lado, y calzar los zapatos de la otra. De aprender mutuamente para saber cómo se sigue, cómo le haces para volver a tener una nueva relación amorosa, para saber cómo se cierran los ciclos, y sobre todo para ver de donde puedes asirte para seguir adelante.
Para muchas eso no nos es suficiente, muchas de nosotras debemos confiar en que las cosas iran reacomodándose.
Difícil para alguien como yo que nunca aprendió a esperar, pero que tristemente tuvo que hacerlo.
Hasta hace poco que descubrí que el amor, el verdadero amor, no necesariamente tiene que doler. Que hay quién te escuchará de verdad, que el amor también nos puede dar bienestar.
Y que se puede vivir en una historia donde tengas voz... La necesaria para no volver a permitir el menor atisbo de violencia.
Que habrá a quién le incomode leer esto. O quizá a quién le sirva de escarmiento, no lo sé.
Ayer vi en la televisión algo que me removió por dentro. Supongo que por eso mi necesidad de hoy contar esta, mi historia en relación a la violencia.
Porque por primera vez en mucho tiempo no rechazo esto que me pertenece y porque narrarla sea quizás el primer paso para tener poder sobre lo sucedido y que este cuerpo que me ha sido tan ajeno a mi por años, empiece a hacer las paces conmigo.
— ¿Qué haces, Fer?
Le hago un dibujo al ratón.
—Amm... Todavía crees en él, ¿verdad?
—Sí mamá, aunque no me trajera nada con el diente anterior.
Muchos niños ya no creen en él, Dani dice que no existe. Dice que son los padres los ponen las monedas bajo tu almohada, y ya ni siquiera guardan sus dientes.
Pero yo creo que si existe, sólo que dejaron de creer en él y se ha puesto triste. Entonces tienes que hacerle saber que tú sabes que es real y que quieres que cosas bonitas sucedan.
Y lo bueno de este dibujo es que él sabrá que yo lo espero.
Mira. ¿Te gusta? ¡Todavía me falta colorearlo!
Mi pequeña de 6 años sigue con lo suyo, mientras yo me pongo a pensar en cómo la ilusión no necesariamente tiene que ver con la inocencia.
Sonrío mientras ruego porque ésta vez el ratón Pérez no se quede dormido.
Crecí creyendo que a la felicidad tenías que ganártela o merecerla, pensando que tenías que trabajar por ella y además, mucho.
La felicidad en mi casa era algo así como un destino al que habríamos de llegar algún día, sin ponernos a pensar que ya éramos felices.
Recuerdo las veces que nos sentábamos todos a la mesa y la conversaciones eran interminables hasta que alguno de nosotros empezaba con esa manía de reírse del otro.
Hasta ahí quedaba todo, porque había quien terminaba enfadado por ser el blanco de esa risa. Yo no, generalmente me reía de mi misma.
Pero me pregunto, nos dábamos cuenta que eso era la felicidad... no estoy segura.
En mi casa había problemas, disputas, diferencias, roces, carencias, si. Como en muchas familias, pero nos amamos y con eso bastaba.
Peleaba mucho con una de mis hermanas, pero recuerdo el día que entré a la escuela y unos niños me molestaban, ella me defendió a capa y espada, me tomó de la mano y me mantuvo a su lado durante el recreo.
Yo a mi corta edad, comprendí que no importaba cuántos niños o niñas se metieran conmigo, estaba segura que a ellos no los querían tanto como a mí.
Mi papá no es un hombre que exprese mucho sus sentimientos, creo que no sabe muy bien como sacarlos, él es más bien de hechos. Digamos que su amor es más concreto.
Cuando hablo con él por teléfono nuestras charlas no duran más de cinco minutos, sin embargo no hay un día que no lo haga.
A veces por alguna razón no llamo a mis padres durante el día y con seguridad por la noche recibo su llamada.
El otro día mientras estaba a punto de salir de casa sonó el teléfono, llevaba yo mucha prisa, vi en el identificador que la llamada era de casa de mis padres, así que decidí que les llamaría mientras conducía. Me subí al auto y conduje a mi destino. Olvidé hacerlo.
Pasaron un par de horas y sonó mi celular, otra vez era de casa de mis padres. Estaba yo en medio de una conversación importante, así que respondí con un " les llamo enseguida, estoy un poco ocupada". Y así volvió a pasar una hora hasta que una vez más sonó mi teléfono, al ver el número recordé que debía llamarlos, así que contesté con un poco de desazón porque me sentí muy presionada.
Era él, mi padre. Y supongo que el tono de mi voz le hizo decirme, "hija no quiero quitarte el tiempo, sólo quiero saber que estás bien".
Mi padre no lo sabe, pero después de decirle que sí, que todos estábamos bien, de agradecerle y de despedirme, me puse a llorar.
Y lloré mucho porque me sentí una idiota, porque fui una idiota con él.
Y lloré porque creo que ya no sé cómo gestionar el amor que se me da sin que me pidan algo a cambio.
Obviamos lo evidente, y la felicidad es una de esas cosas.
A veces pienso que el amor tan grande de mi familia hacia mí me hizo daño. Ese amor me hizo creer que podía salir a la calle sin que nadie me lastimara, me hizo creer que la felicidad me la merecía casi a diario, me hizo creer que no había gente mala, que la vida era toda color rosa.
Quizá por eso mis relaciones amorosas no funcionaban, porque crecí recibiendo muestras de amor que después ya no llegaban.
Y también a eso me acostumbré.
He aprendido, a cursos intensivos como siempre digo, que la felicidad es como un dado, que habrá días en los que su cara tenga solo un punto, otros quizá tenga los seis, pero siempre, caiga el número que caiga... será para avanzar y a nuestro favor.
A.
P.D. Desde que estás, la felicidad me llega en dosis cotidianas. Te quiero!
Siempre digo que yo no sé querer. Y mucha gente piensa que lo digo medio en broma cuando en realidad yo lo digo medio en serio.
Yo no sé querer bonito, aunque ni siquiera entienda lo que es querer feo, o lo que es querer a medias o sin fuerzas.
No sé si existan diferentes maneras de hacerlo o si se puede querer por partes o de cuerpo entero. No sé si interviene el alma, el cuerpo o el deseo, o si se juntan el hambre con la gula y las ganas con el momento.
También me pregunto si se puede querer a distancia, desde adentro, o en determinado momento tendrían que intervenir las manos.
Pero si te digo que te quiero... es porque me nace del alma hacerlo. Y si no sé cómo hacerlo estoy dispuesta a aprender, y trabajar en donde fallo, de intentarlo una y otra vez, de inventar lo que haga falta, o imaginar lo quizá se me quede de lado.