"Paras para descansar un momento y llegan personas para darte agua y comida... cuando los miras a los ojos, ves que también te quieren dar el alma"
Es terrible, escuché decir a mi madre. Y aunque sé que el tiempo y la distancia pueden ayudar a cerrar las heridas, estoy convencida que nunca realmente sanan. Y a veces, algo sacude esos tiempos y esas distancias y la herida se vuelve a abrir.
Esta herida se reabrió un poco cuando las noticias comenzaron a llegar. Los recuerdos golpearon justo en el pecho.
Afortunadamente todos los míos están bien, pero mucha gente murió, muchos edificios se desplomaron, muchas rostros deformados por la angustia y el dolor. Puedo imaginar de nuevo las noches eternas, noches en las que duele hasta respirar.
No tengo suficiente fe como para entender que dos sismos tan destructivos hayan ocurrido en el mismo día, con 32 años de diferencia. Quizá de a poco a esta terrible coincidencia le inventemos alguna mitología al respecto, pero por el momento solo sé que mi país convulsiona, que nuestra tierra grita, que nuestro planeta protesta. Sismos, huracanes, incendios, tragedias. Y yo a pesar de estar en tierra firme, siento que no tengo de donde asirme.
Me recuerdo en la habitación que compartía con mis hermanas. Me recuerdo asustada mirando ese cielo oscuro de aquella primera noche, impactada, callada, tratando de entender.
La tarde de este 19 de septiembre, sentí esa misma desazón, ese bullir interno que las palabras no pueden expresar. Aferrada al teléfono en espera de algún mensaje que me dijera que todos estaban bien.
No sé decir cómo se siente estar en la Ciudad de México, solo sus habitantes, tienen esa palabra.
Pero he visto voluntarios que han estado ahí por largas horas, que no han dormido y que practican la solidaridad en todo su significado.
He visto gente sosteniendo hasta el cansancio cables de los extremos... desde el dolor y la angustia. He visto gente escarbar con sus propias manos entre hierro retorcido y concreto. He visto gente desplomarse de tristeza y desesperación. He visto ropa esparcida por las calles, restos de muebles o de alguna habitación. También vi juguetes y la triste certeza de imaginar a un niño sepultado.
Así me siento. Y hablo justamente desde la impotencia de estar en otro lugar que no es la Ciudad de México removiendo escombros o clasificando víveres. De esa furia de animal en encierro.
La distancia no ayuda, el dolor es el mismo. Al contrario la impotencia de no estar es infinita.
Sé de gente que no se rinde, de multitudes que no saben que hacer pero con la enorme voluntad de hacer algo. Sé de hombres que no dudaron en quitarse las camisetas para ponerse a cargar escombros. Meseros y meseras de los restaurantes cercanos corrieron a ayudar. Personas con o sin cubrebocas conseguían botes, cubos, carritos de supermercado cualquier cosa que sirviera para acarrear.
Sé de cables enmarañados y árboles caidos, de una chica que se hincó sobre las ruinas y comenzó a excavar con las manos como por instinto animal. De gente que iba de un lado a otro, enloquecida. A pie, en bicicleta, en moto, en auto. De gente que se llevaba las manos a la boca o a la cabeza. Sirenas, helicópteros, pedazos de fachada o de balcón.
Sé de eso y otras muchas cosas, pero no sirve de nada. México es un lugar en el corazón, no sólo en el mundo. Si tiembla, todos temblamos. Hombres y mujeres haciendo cadenas interminables o donde quiera que estemos, ayudamos a reconstruirlo. Todas las veces y las que hagan falta.
Sé de gente que quisiera llorar cantando, como dice el Cielito Lindo, pero callamos porque el puño de los rescatistas está cerrado y está en alto.
A.