Son latidos








Tomarte de la mano y perdernos en mitad de un atardecer.

Volar bajito para que los andantes no se sorprendan.

Hacerlo hacia ningún lugar, hacia una posibilidad sin sentido, hacia un instante sin tiempo, 

hacia la nada y el todo de nuestras alas.

Y estando allí, 

deshacernos, 

desprendernos, 

desnudarnos, 

rompernos en mil pedazos 

y a punta de besos...


reiventarnos,  

rehacernos, 

encuadernarnos, 

crearnos.


A.


Pasa, está abierto...






El corazón se me fue haciendo niño, y es que uno vuelve a donde lo dejan ser.

A veces quisiera domarlo, pero lo imagino riendo y se me pasa.
Ese es mi truco, esa es su magia.

Por las noches corre demasiado, se cree bala, me descubre el pecho y me desgarra el alma.

Entenderlo no sirve como anestesia, y no es que esté de su lado, pero nunca fallo a quién no me ha fallado.

A veces se detiene y me mira con esa indiferencia de quién ha mirado a la muerte a los ojos.

Es incrédulo hasta el tuétano y se ríe cuando le digo que se ha roto en veintidós pedazos.

Cuando me desnudo se burla de mis cicatrices, mientras me pregunta cómo puedo llamarle niño suicida, si yo soy la niña del abismo.

A veces se emociona demasiado, me esfuerzo por no sentirlo, pero me grita que está vivo, y no sólo respirando.

Cansada lo tomo entre mis brazos, lo arrullo y alguna nana le canto, es curioso cómo reacciona ante las caricias, quién ha llorado tanto. 

Y cuando por fin lo creo dormido, da un brinco y me invita a bailar. En silencio, sin relojes ni testigos.

Me toma de la mano y me dice: solo déjate llevar.
Quítate todo, menos lo que sientas.
Lo que guardes para ti, contigo se perderá.


Y yo bailo, bailo mientras recuerdo lo maravilloso que es rendirte a algo...
Ó a alguien.


A.




Hablemos








Háblame de este cansancio infinito,
de mi pequeñez y de mis miedos compartidos.
Hablemos de los versos rotos, de los mil "te necesito".

Hablemos de las palabras, hablemos de la boca;
de aquella donde se dislocan las sonrisas,
hablemos de los días nublados donde no se ven las sombras. De la sonrisa filosa que me desolla las promesas sin premisa.

Te hablaré de mis lirios, háblame de tus rosas,
hablemos del mar que deja de bailar cuando se callan las olas.
Háblame de lo que callas, de lo que guardas dentro.
Te contaré de mi estómago, de sus rebeldes y eternas mariposas.

Háblame de los misterios que en tu lengua fugitiva están cautivos,
de ese triste punto final que vaga solo rozando el precipicio.
Te hablaré de mis versos, de mis fieros encuentros,
de mi espalda baldía y sus puntos suspensivos.

Hablemos de ese sable sensiblero que es el tiempo;
ése que no perdona el letargo abismal,
de la noche pertinaz y su fiel escudero,
de esa otra boca que me supo a mar.

Hablemos de esta soledad que me agobia a diario, 
la del ojival que en el pecho me estalla en tristezas;
de la soledad compartida, de sus oscuridades, 
 y de cómo me cubren sus infértiles malezas.

Hablemos antes de que llegue la otra;
porque sola no sé hablar;
hablemos antes de que me amordacen los celos,
y mi llanto indiscreto te cuente la verdad.

Yo...

Te hablaré de mis heridas, de las más duraderas;
de las más afiladas, las más recientes y las más traicioneras.
Te mostraré la cicatriz que dejaste en mi cuerpo,
la más sangrante y dolorosa, pero eso sí, 
es y siempre será la más bella.


A.





Hay una mujer...








Una vez vi una película que decía que la mayoría de nuestros días pasaban sin pena ni gloria. Mi abuela decía que nunca sabemos cuál será el mejor de nuestros días, que debíamos estar preparadas. Mi madre nos decía a mi y a mis hermanas que siempre debíamos usar ropa interior limpia y bonita porque nunca sabemos cuando podemos tener un accidente. Supongo que mi madre se refería a como cuando mi hermana tuvo una reacción súbita a la anestesia en un consultorio dental y le dió por quitarse la ropa en su intento de poder respirar.
Yo siempre pensaba en otro tipo de accidentes, mi mente siempre se inclinaba por lo sexual. Pero es que, en qué otro tipo de accidente podría nuestra ropa íntima jugar un papel tan importante si no es en lo sexual.
En fin, el caso es que como tengo tendencia a la contradicción, en ocasiones yo decidía no vestir ropa interior. No sé por cuál de mis hermanas se enteraba mi mamá, pero en cuanto llegaba a casa una retahíla de reprendos inundaban mis oídos para rematar con la misma pregunta ó sentencia de siempre.
¿Yo no sé que voy a hacer contigo?

Siempre me pareció extraño que mi madre pusiera atención especial a la ropa interior de sus hijas. Y no por restarle importancia, sino porque mamá siempre fue más madre, esposa, hija, hermana, maestra y amiga que mujer.

Cuando pienso en ella, recuerdo la de veces que me pregunté porqué mi madre relegó a el ser mujer en lo más profundo de sus necesidades. La recuerdo siempre pendiente de nosotros, sus hijos. De nuestras necesidades. De el afán por una casa impecable, de la ropa limpia y perfectamente planchada, pendiente de mi padre, de su empleo, de nuestros estudios, de irse muy tarde a la cama por preparar la clase del día siguiente. Me preguntaba en qué momento se daba permiso de sentir, de gozar.

A mi me asusta llegar a dejar de sentir, me asusta llegar a ser inconmovible, que nada me sacuda, que nada me erice la piel. Me asusta esa capacidad que tenemos las mujeres de acostumbrarnos a verlo todo natural, de ver las cosas derrumbarse y simplemente dejarlas caer.

Me asusta esa forma que tiene la rutina de absorverlo todo, y uno sencillamente se mueva tan sólo cuando sea totalmente inevitable y necesario.

Me asusta llegar a ser como ella, y ahora que lo pienso bien, quizá de ahí nace mi eterna rebelión por no dejar de sentirme amada y deseada. Tal vez de ahí el origen de esta imperiosa necesidad de necesitar más, de insatisfacción continua, de buscar y buscar con la única intención de no dejar de sentir.


Aún ahora me pregunto si mi madre "pecó" alguna vez, si llegó a tener un amante, si tenía orgasmos, si se auto complacía. Quiero creer que si. Que mi percepción de esa mujer que dió todo y se quedó sin nada, está equivocada. 


Cuando tengo oportunidad de estar con ella y pasamos de las conversaciones cotidianas a lo más profundo, me siento tentada de preguntarle. Pero me detengo instantáneamente, y no por miedo a que se escandalice y me riña como cuando era adolescente y se asustaba con mis preguntas y confesiones, no. Mi temor es lastimarla, tocar un tema que la agobie, poner el dedo en una herida que en determinado momento sangró o sigue sangrando.


Espero que esa herida no exista, que se sienta una mujer plena en todo lo que eso conlleva. Que mi inquietud no sea para ella una de esas cosas que se aparecen constantemente en tu vida y que parecen ponerte a prueba una y otra vez. 


Yo, tiemblo y me desmayo cuando veo sangre. Me ha pasado desde siempre, desde pequeña. Yo creo que es la forma que tiene la vida de frenarme, de detener esta capacidad mía de sentirlo todo tan intensamente. 


Hay muchas historias, el recuerdo más vago que tengo es cuando a los seis o siete años me pelé la rodilla por andar en bici y al mirar que mi rodilla sangraba, me desmayé. También recuerdo que me sucedió lo mismo cuando mi hermano se estrelló contra una puerta de cristal mientras conducía una moto que era del novio de mi hermana mayor y que él había tomado a escondidas mientras ellos se daban cariñitos. No sé cómo llegó a casa, pero tenía la cara ensangrentada por los vidrios que se incrustaron en su cara y en parte de su cuerpo, lo cierto es que al abrir la puerta y al verlo así, perdí la conciencia.

Me sucedió otra vez no hace mucho. El auto de enfrente atropelló a un perrito sin detenerse siquiera un instante. Yo no lo dudé y me detuve para por lo menos hacerlo a un lado y evitar que los otros autos terminarán por rematarlo. No recuerdo mucho, sólo sé que logré halarlo un poco hacia la orilla y que enseguida todo me daba vueltas. Desperté en el suelo apoyada en mi auto y con tres desconocidos mirándome fijamente, recuerdo a una señora que insistía en que bebiera agua mientras que yo moría de náuseas.

Ayer fue un día diferente, no de esos que pasan sin pena ni gloria, tampoco de esos felices que mencionaba mi abuela. Más bien de esos accidentados que preveía mi madre.


Estaba en el jardín podando algunos arbustos, cuando a lo lejos vi a mi hija pequeña tratar de ayudar a su hermana, pude ver que la mayor lloraba. Corrí hacia ellas y vi que mi hija tenía una herida en la barbilla y que sangraba profusamente de la boca y nariz. Andaban en bicicleta y al pasar por grava suelta esta derrapó. Como pude las tomé a ambas y las metí al auto. Entre a la casa por las llaves y una toalla para detener el sangrado, mientras le pedía a los ángeles, arcángeles y a toda la corte celestial que no me desmayara.

Conduje por todo el trayecto a la ciudad con el temor de perder la conciencia en cualquier momento. Llegué al hospital y le dije a la recepcionista que mi hija necesitaba un médico. Entonces, me desmayé.

Desperté a un lado de mi hija que ya la estaban atendiendo. La pequeña en una silla con cara de angustia, también me atendían, supongo que como tenía manchas de sangre creyeron que yo también estaba herida y como no tuve tiempo de explicar lo sucedido. Mi hija debido a las lesiones imagino que no pudo o tardó en decirles, y la pequeña que aun siendo una  merolica consumada, intuyo que guardó silencio, tal como lo guardo yo cuando el miedo me amaina.


Hoy todo es diferente, el susto ya pasó. Mi hija con cinco puntos en la barbilla, tres en el labio inferior y el frenillo roto. La pequeña, con unas ansias inmensas de contar con detalles la historia a cualquier persona que se cruce por su camino. Y yo... Yo con dos preguntas:



¿En qué lugar del cuerpo se alberga ese poder oculto y sobrecogedor que nos permite seguir de pie?


¿De dónde se saca el valor para decirle al miedo y a la angustia que tendrán esperar, porque he decidido ser valiente, aunque sea por unos minutos?



A.







A.








Sin embargo, ella no era consciente de tener agallas...
 ni siquiera de necesitarlas.