Por reflejo





Anoche pude dormir, por fin. 


Ayer mi médico me dijo que por primera vez en mucho tiempo, mi ritmo cardíaco era estable y tranquilo. Bueno, lo segundo no lo dijo, lo supuse yo.


Ayer mi pequeña me abrazó y dijo que olía a mamá y que ya no apestaba a angustia, tiempo desperdiciado, desesperación, arrepentimiento, insomnio, desorden, lugares extraños, ausencias.

Ella no dijo lo segundo, lo hizo mi intuición. 

A él lo despido en el marco de la puerta. Lo veo alejarse, casi siempre de noche. Sentí miedo de su partida. Sé que volverá en unos días, pero no puedo ignorar el hecho de que nos hemos despedido, y lo veo alejarse, y es de noche. Me gusta cuando vuelve la cabeza para sonreírme.

Esta vez no me sonrió.
Sé que no lo dice, pero también le asustan las partidas.

Ayer me escribió y me preguntó cómo estaba. Mi cuerpo se alegró al ver su mensaje, pero él no puede ver mi emoción.

Menos la imagina al ver mi respuesta brusca y violenta. Nunca sabrá que a mis palabras las parió mi lado desencantado, mis celos más arraigados y ese protagonismo que me robó y echó a un lado.
Él también se despidió de mí, aun sabiendo que no puedo navegar sin velas, ni volar sin alas, ni despedirme sin llorar.

Le pedí que no se fuera, por favor. Le dije que lo necesitaba, pero no me escuchó.


Soy animal de días grises.

Pensé entonces y pienso ahora mientras escribo, que mi ritmo cardíaco lento, es solo por el reflejo de inmersión, que estoy en el fondo del océano y no me he dado cuenta.


A.




De raíces y conjuros



"De allá del mar vendrás
tienes que regresar
porque tú traes
porque tú traes...
porque tú traes mi vida"









Casi todas las mañanas bebo una taza de té mientras me siento en mi rincón favorito y miro a través de la ventana. Demás está decir que a esa hora la casa y los pensamientos están en calma. Amanece y los tímidos rayos de sol son los únicos testigos de que, horas antes, era de noche. Es el té de las revelaciones, el té de preguntarme cómo estoy.


Las respuestas siempre varían en función de los lugares que he habitado y el panorama que ofrecían los  ventanales. A mi no me agradan las casas nuevas, recién construidas, desconfío de su estructura y del motivo por las que fueron diseñadas. Me gustan las casas viejas, me enamoro de sus espacios, de la amplitud de sus ventanas. No me molestan las casas maltratadas, al contrario. Me solidarizo con ellas y su falta de cariño.

Me parecen sobrevivientes de todo lo que han visto, han pasado y han vivido.
Por mucho tiempo habité (decir que viví, me parece osado) en un apartamento en un quinto piso, era un apartamento precioso, pero oscuro. Y su oscuridad no tenía nada que ver con las ventanas, o los tragaluz, o la falta de electricidad. No. Sus paredes ocultaban llantos y había momentos en que creía que estaban tan cansadas que el techo en cualquier momento rompería en llanto.

Ese apartamento me regalaba muros, paredes. Y curiosamente mi "estoy" anhelaba tener otros ojos.


Después me mudé a una casa nueva, de esas de las que desconfío. Su vista me ofrecía un patio lleno de geranios multicolores, entonces mi "estoy" quería creer que estaba bien y a salvo.

Después la vida me tornó el paisaje en un gris opaco y frío que se coló por una puerta-ventana. No tenía escapatoria, mi "estoy" en ese entonces fue de duelo sobre duelo bajo duelo y contra duelo.

Y es que a la pregunta  de cómo estoy le añadía el cuestionarme, cómo es que llegué a esto y hasta aquí.

Entonces descubrí que esa casa no era para nosotros, mucho menos para mí.  Empezamos a cuestionarnos si valía la pena pagar por tanto espacio, que no había explicación para tener cuatro habitaciones y tres baños. Qué quizá estaba ahí sólo por mi adicción a los espacios. Que ampliar el patio y hacer la cocina a mi gusto terminaba costando más de lo que queríamos o podíamos gastar.
Así que desmonté las habitaciones de los niños que no había tenido, enrrollé el mural que no pintamos juntos, guardé las fotografías que nunca nos tomamos y deseché las caricias que nunca nos dimos.


Desde que me mudé a esta otra casa, todas las mañanas bebo una taza de té mientras miro a través de la ventana que da a un joven sauce llorón. Dicen los que saben que en Oriente posee un significado de muerte, pero también de permanencia y continuidad, los celtas lo consideran un árbol sagrado y los griegos creen que es símbolo de magia y misterio. Asiento, es un árbol adolescente. Pero hoy al preguntarme cómo estoy observo ese tronco débil y flexible que se sostiene pero a la vez se esfuerza para que el peso esté repartido y el pequeño árbol pueda seguir elevándose sin que el viento fuerte logre quebrarlo.


Cuando la vida me ofrece un té cargado con dudas inciertas y amargas, me digo que tengo a la vista a un árbol que aunado a la luna y al agua me proporciona una vista única.


Cuando despierto mustia, sin la certeza de lo posible y con prisa de que ya sea el futuro, me digo que tengo a la vista a un árbol espléndido; vivo y paciente, cuya madera se usaba  por los hechiceros para hacer varitas mágicas.


Entonces sé cómo llegué hasta aquí y también cómo estoy. Fuerte pero vulnerable: eligiendo muy mal, y decidiendo muy bien.

Despierta y consciente, sabiendo que quizás de aquí a unos años, ese llorón y yo reiremos de nuestro encuentro a ciegas, de cómo nos enamoramos, y de cómo jurábamos a que quizás, quizás ninguno de los dos nos quebramos.



A.




Biografía






Cuando no soy yo, soy más yo que nunca: es en la negación que me identifico doblemente: soy el yo que no es, el que hace lo que se espera de él, el que ha sido pero ya no es, el que se arrepiente de todo, el que se subleva a su esencia, el que huye de sí mismo y —en su huida— camina de puntillas  por el intento, pero siempre tropieza y vuelve a caer dentro. 

Entonces regresa hasta lo más profundo para emerger con otra sonrisa, otro aire, otro ser, extraño ser, que, al no parecerse en nada al que verdaderamente es, se contamina lo mismo que se purifica y va por ahí con un secreto incrustado, sobrado de soledades y de ecos en su regazo: visible -para algunos- sólo como acertijo.



A.

A veces, a él también escribo...




"Apago la lámpara y, por debajo de mis párpados cerrados, siempre mis ojos abiertos. 
Por debajo de mis ojos cerrados, siempre mi mirada abierta. 
Por debajo de mi mirada cerrada, siempre mi alma abierta. 
Algo mira desde mí cuando ya no miro nada. 
Cuando ya nada, en mí mira. 
La noche, el miedo, el niño, la fiebre, la lámpara. 
Se puede vivir indefinidamente en el terror.
 Se puede."








Cuántas definiciones para este puto sentimiento y sin embargo me da igual como pueda nombrarlo. Pánico u otros entresijos, a quién le importa. Dejaré que sea la vida quién se ocupe de endosarlo en esos mis temores  concretos; yo hoy prefiero vestirlo de letras, hoy más que nunca, que el sueño vuelve a no entrar en mí, insomne acérrima y sin poder evitarlo.

Mejor sería dejarme llevar, como todo ser vivo, perderme  en el flujo de la vida, integrarme y dejar de  ser yo.

Pero vuelve ese miedo tan específico, ese  de raíz tan particular. Ese miedo latente, real, mordaz y punzante.

Ese terror que cada cierto tiempo se aparece y me sonríe.

Un miedo que me susurra al oído que esas pruebas siempre tendrán la posibilidad de despeinarme la vida para siempre. Un miedo que se me revuelca cuando una mujer con años menos que yo muere, luego de escucharle decir que sabe que Dios la va a salvar.

Un miedo que me recuerda que hace nueve años me zarandearon la vida. Un pánico que me hizo decir corta, saca, congela lo que sea porque no creo en la observación, no creo en la espera, no creo en rezos.

Confío en la violencia, en exterminar el miedo del cuerpo y del alma sin ningún tipo de piedad. Al miedo hay que matarlo, sacarlo de raíz, quemarlo con frío o con calor, no con oraciones ni con velas, no con fe ni con rituales... al miedo hay que matarlo.

Combatirlo de frente y mirándolo a los ojos. A veces acostándote aterrada en una plancha metálica y fría y sintiéndote el ser humano más miserable del mundo. He aprendido que el miedo no tiene que ver con otra gente, el miedo tiene que ver con uno. Y si le huyes, te encuentra. Atrás, de frente, porque lo llevas contigo, es parte de ti. No se queda atrás con las mudanzas, ni con los cambios de imagen, se agudiza con el tiempo, se activa con la lluvia, se intensifica con la noche, se multiplica con el silencio, se camufla con la felicidad y te sorprende desprevenida.

Me pregunto cómo será vivir de verdad sin miedo. No tengo ni la más remota idea pero haré todo lo posible para alcanzarlo, seguiré yendo a sitios donde me aterra ir como vacuna, continuaré mirando a los ojos al perro del vecino que me espera a diario en las escaleras de mi casa como medida preventiva, miraré a ambos lados cuando cruzo la calle y me aseguraré de tener puertas y ventanas con cerrojo por las noches. Le llevaré ventaja a mis genes, haciendo lo que no me gusta hacer y cuando más temo hacerlo, arrastraré mi voluntad a las zonas del conflicto, seguiré religiosamente humillándome en una plancha fría, y de vez en cuando, por qué no...

rezaré,

cruzaré los dedos y

prenderé una que otra vela.


A.