Te extraño una tormenta, un campo rojo de amapolas, el llanto de un niño en extravío.
Te extraño un horizonte, un otoño con sus bronces y sus dorados.
Aquí. En mis ojos. Y en tus manos.
Te extraño la suma de las quietudes de todos los universos, te extraño el poema que nunca escribo, te extraño en los confines de mis ganas, y en los azules que en tu pecho yo respiro.
Te extraño la historia, como la historia, como letra violando la época y que negándola le pone nombre, nos pone nombre para que esa estela invisible entre nosotros, más real que nosotros mismos se rompa y se desborde. Te extraño en desvelo, así te extraño, en categorial y en relativo, sin método, ni revolución sin sentido.
En un buen momento, así te extraño, sin democracias liberales, ni decretos relativos. Ácido como anarquista justificando a la amargura es mi extrañar, como uno de los pocos buenos de Hahn. Te extraño como a Herman y sus ballenas asesinas, a Poe y sus corazones delatores, a José y sus cegueras colectivas.
Te extraño un disparo en la frente, como los delirios de Baudelaire, sigilosamente, entre el ocaso y el amanecer. Te extraño tanto como extrañaría los versos muertos. De las heridas que fueron. De las que vendrán. De las que siguen siendo.
Te extraño públicamente y en secreto, como una primavera a destiempo, un beso inesperado, o la libertad serena de un verso suelto. Como un electrón suicida buscando el constante movimiento, como ese dulce temblor que hiere y no es eterno.
Como debiera extrañar el
perderse en los ojos del otro, perderse bien lejos. Sin rutas. Solo encuentros.
A.