Recuerdo ese hormigueo placentero de expectativa que me inundaba antes de los viajes familiares, las horas que les precedian contadas una a una, la falta de sueño por la emoción. Los días de madrugones que no importaban porque valía la pena sacrificar horas de sueño con tal de salir de viaje.
Mis hermanos se dormían en el trayecto en parte para minimizar las horas de viaje, pero yo no, incluso me atrevería a decir que más que las vacaciones en sí, yo disfrutaba de la ida y de la vuelta.
Entonces yo no lo sabía, pero estoy convencida que desde entonces me seducian las grandes distancias y que esa inquietud por conocer lugares se lo debo a esos viajes, a la carretera, a la capacidad de abstracción que podían otorgarme los paisajes más allá de la ventanilla, aunque hoy la idea de viajar ya no implique lo mismo.
Sé de lo que hablo, y uno sabe algo cuando es capaz de explicarlo en su forma más sencilla. De ahí, que la distancia sea algo realmente complejo y nuestra capacidad de asimilarlo radica en el nivel de entendimiento que tengamos de ella. Pero últimamente se nos ha olvidado algo, a todas luces sencillo, digamos que básico.
Ya no sabemos esperar. Ya no sabemos estar.
Así, en oración y párrafo aparte. Poco a poco, hemos ido olvidando lo que es estar presentes, en el momento presente, en el ahora, que es a fin de cuentas lo único que tenemos, lo único constante, eso que nos recordaba Gustavo Cerati de que “siempre es hoy”.
Hemos desarrollado un placer insano por la inmediatez en muchos aspectos. Desmesuradas son las ansias que tenemos de recompensas inmediatas, todo se ha tornado relativamente cercano, virtual, basta con presionar una tecla para entrar en contacto con alguien al otro lado del océano.
La evidencia más reciente la viví, precisamente este fin de semana, estando en un concierto de un artista local. Un hombre y una guitarra, nada más. Rodeada de personas con celular en mano, pantallas luminosas, tormento para mis ojos. Ver a través de la pantalla el momento real me parece absurdo. Hay formas de la presencia que no siempre entiendo. Y entonces me pregunto ¿qué espacio habitamos cuando escapamos del presente?
Al final todo era bullicio, las personas intentaban salir mientras aún se escuchaba algo de música de fondo, esperé a que el silencio fuese total. Tardo un poco, pero siempre llego a la misma conclusión.
Qué importante es el silencio.
Qué importante es saber esperar para escucharlo. Estar sin más, ahí. En toda su sencillez, en toda su plenitud.
Observé que frente a mi, mis hijas hicieron lo mismo sin yo pedírselos. Por interés o por respeto, no lo sé.
Pienso en ellas y me digo, que tal vez, sólo tal vez, no todo esté perdido.
A.