De dentro





"Y le lloraba, en fin, 
con esa profunda pena que brota espontáneamente
 de los corazones generosos,
 aun cuando se muestren duros como el acero".

(Emily Brontë)





Desde que recuerdo, entender las emociones y los eventos existenciales han sido parte de mi vida.

El amor mismo, su decadencia, su deterioro, su desgaste. A veces pienso que no podría ser de otra manera, si a este lo conforman dos seres cuyos cuerpos son caprichosa e inevitablemente degenerativos.
No.

Hay una lógica para todo, y aplicarla nos allana el camino.
Sin embargo, los misterios de nuestra existencia se escapan a esa lógica.
O es que quizá simplemente yo no la encuentro.

Una vez mi madre me dijo que la sabiduría no sólo venía de los libros, y yo insolente como hasta ahora, me burlé de dicha aseveración tildando a mi madre de loca.

¡Qué tonta fui y qué tonta soy ahora!

Mi abuela era experta en leer el cielo, sabía que las nubes rosadas en los días fríos nos anticipaban una buena nevada. Los diversos colores y la forma de las nubes le daban el reporte metereologico más exacto que yo haya conocido.

También sabía de las personas, de las almas, de sus alegrías y sus congojas.
Era experta en las miradas, bastaba con vernos a los ojos para saber si le estábamos mintiendo.

Decía que mis ojos eran soplones, que con verlos confirmaba lo que ya venía presintiendo.

Muchas veces me quedaba dormida con mi cabeza apoyada en sus piernas mientras sus manos huesudas acariciaban mi cabello. Entonces entre sueños le escuchaba decir: ay mija, ésta forma de sentir tan tuya no es buena.

Ella quizá no lo sabía, pero sus palabras serían para mi una sentencia de vida.

Recuerdo una tarde de verano en la que mis tíos planeaban cavar un pozo y se debatían cuál sería el mejor lugar para encontrar agua, yo era aún una niña pero lo que mi abuela hizo ese día para mí fue magia pura. Mi abuela, dejó de limpiar flores de calabaza, lavó sus manos y mientras se las secaba en su delantal salió de la cocina y gritó que le llevaran una vara. Caminó con ella mientras la apoyaba en la tierra, lo hizo por varios minutos y al final dijo que cavaran, que ahí había “una vena de agua”. Metros después brotaba un chorro hermoso.

A una prima le dijo que estaba embarazada tan solo con ver sus ojos, mucho antes de que su abdomen se abultara y antes de que siquiera ella lo sospechara. Adivinaba el sexo del bebé con ver la forma de la panza.

Y si sopesaba la barriga les adivinaba el tiempo de gestación y si el parto sería sin problemas. Sin embargo leer y escribir le costaba hacerlo, lo hacía muy despacio y no se diga si se trataba de firmar un documento. Recuerdo la cara de frustración de quienes esperaban porque ella se tomaba su tiempo.

Pero mi abuela era amiga de la tierra, y del agua. El cielo le decía sus secretos y le gustaba el chismorreo de las panzas.

Sus frases eran espontáneas, lo mismo me decía que al día siguiente haría viento que, ese muchacho está enamorado de ti por su cara de pendejo.

Su sabiduría era inagotable y a lo Sancho Panza, envuelta siempre en el cucurucho de un refrán.

Yo creía que mi abuela sabía tantas cosas por sus eternas charlas con Dios.

Cuanta razón tenía mi madre al decir que las cosas de la vida no estaban en los libros. Y que hay un lenguaje que solo los más sensibles y genuinos pueden entenderlo. Porque el cielo, la tierra, el agua, las miradas, las entrañas y hasta a los enamorados solo pueden descifrarlos aquellos que aprenden de la vida agudizando los sentidos.

La verdadera inteligencia habita en el corazón, hoy lo sé.



A.