Voy a cumplir 42 años y nada es como pensé que sería. Hay algo con la cuarta década que le da a una por cuestionárselo todo, desde los genes pasados hasta el incierto futuro. Encima, hay una urgencia interna de lograr cosas, de ponerse fechas como si la vida hubiese encendido un conteo regresivo y tuviese una bomba a punto de estallarme justo entre mis manos.
Si nuestro yo de hace unos años pudiera ver cómo somos en la actualidad, qué hemos hecho, vivido y con quién, se sorprendería.
Mujer, atractiva, apoderada de grandes formas coquetas, que a su paso nadie resistía. Hasta el día de hoy día (cree) conservar ese perfume feromonal de seductora que la caracterizaba desde entonces. Su sinceridad al hacerle saber a un hombre cuánto le gustaba, se convirtió en una lección de vida para mí. Lección honesta que me salvó de una vida aburrida y que me logró grandes e imposibles romances que disfruté desde muy temprano.
Creía en tantas cosas, en la astrología, en las almas gemelas, en la patria, en la independencia, en la belleza de lo sencillo, en la carencia absoluta del temor de hacer el ridículo.
No se amilanaba. Gustaba de ir a fiestas, pero no a Fiestas Patronales de pueblos, esas las odiaba. Adoraba pasear pero no usaba sandalias puesto que le daba asco que sus pies tocaran las losetas. Nunca le gustó la playa.
No usaba marrón, ni charol, ni combinaba más de dos colores, ni usaba dorado, ni velvet. Todo por principio. Estaba llena de principios, de certezas, de teorías con o sin fundamentos. No salía sin resaltar antes sus gruesos labios. Se bañaba con agua fría, más bien helada. Comía de todo, sin importarle absolutamente nada. Era elástica y parecía incapaz de sentarse como se debía. Era brillante, o al menos eso se creía. Coqueteaba casi por reflejo. Le dolían el hambre, la mentira, la injusticia, las enfermedades, le dolían, por más lejanas que le fuesen todas. Amaba su país, como uno ama a su primer amor, sin ningún límite porque no se conoce otra forma de hacerlo. No se peinaba. Nunca se había pintado el pelo, no creía en las uñas postizas y le aterraba cualquier sensación que se le saliera de las manos (y de los ojos).
Quería volar, conocer el mundo, costásele lo que le costase, aprender idiomas.
Era muy apasionada, tan apasionada, que parecía que absorbía a sus amantes y poco a poco dentro de ella le parecía que desaparecían.
Ella no quería que la amasen muchísimo, quería amar muchísimo y sentirse adorada. Le gustaba la expectativa, los subibajas emocionales, los escalofríos, la tensión. Quería magia, no importa lo que durara y de que estuviese hecha.
Ella tenía dos amores. El primero era un profesor a quien en un evento de la escuela, ella se le había acercado, le había coqueteado y él, irresistible como era la chica, le había estampado un beso en la boca. Ella se había dejado besar, correspondiendo incluso. Fue la envidia de casi todas las compañeras del salón. Pocas estudiantes hasta ese entonces, habían logrado lo que ella: acercarse al objeto del deseo juvenil para domarlo a besos. Así que ése joven profesor, y el otro, el vecino diez años mayor que ella eran los novios imaginarios de mi yo.
Ahora se debate entre la perplejidad y la claustrofobia provocada por el reducido tamaño de su vida, las costumbres locales, la dificultad del idioma y el mal tiempo, siente que todo mejora cuando rememora los grandes momentos de juventud. Porque ese otro yo significa juventud, coquetería imberbe, el colegio, los primeros novios, las escapadas a la discoteca, los primeros besos, el corazón roto, el corazón sanado, la mocedad. Significa antaño. Y en medio de una carcajada dolorida, ella me habla de la importancia de saldar cuentas, recuperar la confianza en uno mismo, pasar página y abrirse a nuevos horizontes, aunque ahora sus historias de amor son a temperaturas bajo cero...
A.