Ayer V. me preguntaba si sentía miedo por un procedimiento médico que me practicaría y le respondí que no. Le dije que confiaba mucho en el doctor y que eso me ayudaba a no sentir miedo.
Llegamos al consultorio y tuve frente a mi a aquel hombre cuya sonrisa me inspiraba una paz inexplicable.
Al parecer mi expresión no concordaba con mis palabras porque ese hombre hermoso no hacía más que advertime que eso lo hacía con frecuencia, que todo estaría bien y que se esforzaría por hacerme sentir el menor dolor posible, al mismo tiempo que me sonreía con más temor en su cara que en la mía, creo.
Me recostó en una camilla de tipo quirúrgico, levantó mi camisa con una delicadeza que contrastaba grotescamente con el tamaño de la aguja que reposaba sobre una mesilla a su derecha. Por primera vez me alegré de usar un sostén cuya estética hiciera que valiera la pena pagar semejante cantidad. Intentó desabotonarlo bastante avergonzado para mi sorpresa y yo le ayudé aún más sorprendida de la mía.
El me preguntó si estaba lista y yo le pregunté si realmente en algún momento las mujeres estamos realmente listas y riéndose me dijo que nunca. Me pidió por favor con su voz dulce y con sus ojos dulces, que me quedara lo más quieta posible y que hiciera lo que me diera la gana pero que no moviera, que si el dolor era demasiado no le retirara el cuerpo, que le avisara y él se detenía y nos tomábamos todos los descansos que yo quisiera. Absurdo, pero no sentí miedo hasta ese momento. Y es que cuando alguien me pone a mi por sobre todas las cosas, no puedo más que sentir miedo.
El me dijo que la primera vez era la más dolorosa, y no pude evitar pensar que es de los que creen que las primeras veces duelen más, yo ya no pienso así. Creo que con el tiempo los dolores son más agudos, es como refinar el paladar, como educar los sentidos. Con el tiempo uno desarrolla una memoria del dolor y en ocasiones los dolores nuevecitos y recientes se vuelven bien grandes porque se unen con los viejos. Y muchas veces los dolores pequeñitos son más intensos.
Mientras el hacía su trabajo, yo no podía evitar reconocer la delicadeza de sus movimientos y en su trato hacia mi. Creo incluso que me enamoré un poco de él. Aunque reconozco que eso no es nada nuevo en mi. En repetidas ocasiones me preguntó si tenía mucho dolor y sin hacerme la valiente le respondía que no mientras yo veía la incredulidad en su sonrisa.
Pero era verdad, me dolía muy poco a pesar de las previas advertencias de lo doloroso del procedimiento y de la imposibilidad de utilizar anestesia.
A veces me asusta pensar en la falta de sensaciones. En ocasiones creo que quizás tenga obstruido algún nervio que forma parte del camino donde los impulsos nerviosos le dicen al cerebro "te duele". Como también creo que tengo obstruido el camino donde la razón le dice al corazón "volverá a doler". Quizás estoy acostumbrada al dolor y lo asumí como parte de mí, como también he asumido la incomodidad como algo inherente a mi femineidad. Y hasta me dio miedo recordar que hace poco le pedí a Dios que por favor no quería más dolor. Se me olvidó que con Dios hay que ser bien específico cuando uno le pide y que hay que pedir con suma precaución y una especificidad extrema. Porque Dios puede ser bien literal si se lo propone. Y quizás yo pedí literalmente.
Su voz interrumpía mis pensamientos, cosa que agradezco porque el roce de sus dedos sobre mis senos en mi imaginación empezaban a salirse de contexto.
No podía creer cuando me dijo que ya había terminado (cosa que agradezco aún mucho más). Sentí que de roces ya había tenido bastante, aunque él nunca sabrá lo difícil que es lograr eso en mí. Me ayudó a cubrirme y a levantarme, al hacerlo sin intención alguna lo abracé un poco, pero se me escurrió, increíble pero el hombre que me dijo que no echara el cuerpo para atrás ante el dolor, echó el cuerpo para atrás frente al contacto. Creo que lo confundí. Le di las gracias, y creo que se confundió aún mucho más. Sin dejar de sonreír tomó mi mano y me dijo que todo estaría bien.
Miro mi cuerpo desnudo y sus pequeñas cicatrices y no puedo más que agradecer porque este cuerpo ha sentido, se ha erizado y se ha reído, ha sonreído y ha llorado proporcional y desproporcionalmente, por este cuerpo que ríe y en ocasiones llora por exactamente las mismas razones y me retracto de esa petición absurda y en el fondo sé que Dios, sabe que quiero sentir, sentirlo todo, que no quiero olvidar. Que olvidar sería rendirme y yo no quiero dejar de pelear...
A.
A.